Las reacciones no se hicieron esperar. "Wilmut y la pequeña villa de Roslin, donde hay más ovejas que personas, cayeron en el remolino de las extravagancias de los medios de comunicación", relata la periodista científica Gina Kolata en el libro "Hello, Dolly" (Planeta, 1998). Patricia Ferrier, investigadora del Instituto Roslin que había participado en la clonación, aseguraba que sabían que Dolly iba a causar impacto, pero no tan grande. "No estábamos preparados para un interés de tal magnitud y quedamos anonadados por las posibilidades", confesó.
En el terreno político, el lunes 24 de febrero el presidente de Estados Unidos, Bill Clinton, llamó a Harold Shapiro, de la Universidad de Princeton, para que la Comisión Nacional de Bioética que había creado pocos meses antes se pusiera en funcionamiento. La clonación de Dolly, escribió Clinton, "suscitasserios problemas éticos, en particular con relación al posible uso de esta tecnología para clonar embriones humanos". Y pidió un informe en 90 días con recomendaciones sobre posibles acciones federales para evitar su mal uso. En Europa, Jacques Santer, líder de la Comisión Europea, solicitó también de forma inmediata la opinión de un grupo de nueve expertos en ciencias, leyes, filosofía y teología sobre las consecuencias éticas de la clonación.
El debate se trasladó también al terreno científico, que trataba de responder algunas preguntas: ¿Qué edad tenía Dolly? ¿Su edad cronológica o, en realidad, la edad de la oveja de cuya célula fue clonada? ¿Se reinicia el reloj biológico cuando se clona una célula? ¿Cuál iba a ser el siguiente paso?
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